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domingo, 1 de noviembre de 2015

RECORDANDO A MIS MUERTOS


RECORDANDO A MIS MUERTOS

Sus vidas en la mía


Todavía veo bien su figura. Pequeño de estatura y de piel de color como la tierra húmeda rojiza y oscura a la vez. Mi abuelo Fausto Hidalgo Medina, con su suéter gris, cortando y regando las flores de su patio casi aéreo, en su “penthouse”, como le llamaban de broma sus nietos, mis primos y mis tíos, al pequeño y bien acomodado cuarto en el tercer piso donde habitó sus últimos años de vida al lado de su siempre esposa Etelvina o “Mina”, como le escuché nombrar varias veces a mi abuelita paterna. Al “Osito”, como cariñosamente se le llamó también al abuelo, lo recuerdo con sus historias de mi padre y el primer “coche” que le compró cuando aún era estudiante de medicina:

“-Mira, te compré tu coche- le dije a tu papá mientras le daba uno pequeño y de juguete que cabía en mis manos”.

Recuerdo claramente su voz pausada, cansada y entonada, entre mediana y grave.

Mi abuelo Fausto, platero y herrero, experto en su oficio durante sus años de juventud y adultez, lo vi pocas veces en mi vida, debido a la distancia entre Chetumal y la ciudad de México, entre Mérida y la ciudad de México y a veces la ciudad de Querétaro. Nunca olvidaré sus historias, que aunque repetitivas, oía una y otra vez de pequeña y luego de joven adulta, para reafirmar parte de mis orígenes. Falleció en la cosmopolita y natal su ciudad de México, el 30 de julio de 2007. Gracias abuelo por procurar mi existencia.

Raúl Jesús Aguilar Lara, decía impreso hasta hace pocos años los estados de cuenta de la pensión que dejó a mi abuela Adda, su esposa. Su retrato, de joven guapo, con un delineado bigote, sonriendo junto al rostro de una hermosa joven Adda veinteañera, siempre tomó un lugar de honor en la casa de Reforma, en la ciudad de Mérida, Yucatán. Parecían en esa foto los dos, artistas de la clamada época de oro del cine mexicano: de Arturo de Córdova, Pedro Infante, Marga López o María Felix; así Adda y Raúl posan en ese retrato en blanco y negro con las miradas pícaras, felices con la vista puesta en el futuro. Sus cabezas chocando tiernamente una a la otra.
Así conocí a mi abuelo materno, mediante fotos. Cuando nací, hacía cinco años que había volado su alma fuera de este mundo. Contador de profesión, mi abuelo Raúl según cuenta su esposa fue un hombre muy cariñoso, juguetón y muy honesto. Una embolia a sus 54 años de edad le arrebató el aliento, un 18 de octubre. Pero ahí seguirá siempre su foto en mi memoria y mi corazón.

“Ale, aléjate de mí”, me gritaba en tono serio que se tornaba en seguida en risa y jugueteo. Así me saludaba mi tía Abigaíl. Fue la figura más cercana a mi abuelo paterno que conocí en mi infancia. La tía y religiosa Abigaíl Aguilar Lara fue madre superiora del prestigiado Colegio Lestonac de la ciudad de México y antes había vivido con su Congregación en Cuba, Venezuela y Madrid. De esta última ciudad nos enseñaba y traía objetos para los sobri-nietos que acudíamos a casa de mi abuela Mamá Adda en la Av. Reforma, como una vez trajo unas muñecas flamencas y unas castañuelas. A mi tía Abigaíl dejé de verla en mi adolescencia, la operación de un tumor en el cerebro la alejó de sus recuerdos y nunca volvió a reconocernos. Murió en un año no muy lejano de la primera década del 2010. Debo recurrir a mi abuela Adda para rescatar sus datos exactos de fallecimiento; sus restos yacen lejos de su Mérida natal, en la ciudad de México, cerca de sus hermanas religiosas.

Rosario Horta Patrón, una de mis tías favoritas que en vida disfruté. La tía Charo o Charito, era baja de estatura y en su último año de vida, disminuyó un poco más su altura, pero no mucho para sus 103 años. Cerró sus ojos el 11 de noviembre de 2010, el mismo año que nació mi primera sobrina, Daniella, primogénita de mi hermana mayor Sandra. Charito, mujer soltera, es inolvidable para todos sus sobrinietos, la mujer de pequeña figura pero de intachable y recia salud, con su pelo blanco como la nieve, su menudo cuerpo iba y venía al patio de la casa de mi abuela, su hermana menor, donde vivió sus últimos años de vida, más de 20. Al patio iba a lavar su propia ropa y luego a tenderla. Tía Charito, muy nerviosa y “cuidadosa” de que no se cayera esto y lo otro, de que no se “negociara” la comida, de que por favor acudas los domingos a misa, de que Paty no gritara tan fuerte, de que la gatita Kika tuviera comida en su plato….jajajaja. Solo de recordarla, con mucho cariño se me viene al rostro una sonrisa. Tuve la fortuna de cuidarla en sus últimos días, aun ya cansada por sus más de 100 años encima, Charito nunca perdió la cordura. Un ejemplo de alma fuerte. Mi tía Charito murió de un fallo general en su pequeño cuerpo, después de haber sobrevido par de meses a una operación de cadera que la acercó al final de su vida. Descansa en paz linda tía de cabello siempre blanco y ojos claros.

Una mañana sabatina o de domingo en la ciudad de Chetumal, no recuerdo con exactitud el día, pero sí el rostro asustado de mi madre de haber soñado que su abuela paterna había muerto. Y su sueño se cumplió, mamá Concha cerró sus ojos a la vida en la década de los 80s. A doña María Concepción Lara Echazarreta la recuerdo vagamente en los archivos de mi memoria, con las imágenes algo borrosas, la veo sentada en su siempre sillón mecedor de madera con un rostro serio y escasos cabellos blancos. -Ahí está la Chichí-, me decía mi todavía joven abuela a una niña que todavía ni alcanzaba su primera década de existencia. ¿De qué y cuándo murió mamá Concha? Todavía debo averiguarlo. Al día de hoy solo he escuchado que fuera una mujer de carácter fuerte y dura, mi única bisabuela que apenas conocí, madre de mi abuelo paterno, suegra de doña Adda.

LOS BISABUELOS. Por el honor de recordarlos, solo mencionaré el nombre de la mayoría de ellos, ya que en vida solo imágenes borrosas tengo de la única bisabuela que conocí, que fue doña Conchita de quien ya comenté; su esposo, mi bisabuelo "Papá Polo", fue el Prof. Leopoldo Aguilar Roca, distinguido educador originario de Campeche que fuera director de Educación Pública del Estado de Yucatán en 1955, actualmente dos escuelas yucatecas llevan su nombre. Ambos padres de mi abuelo Raúl. 

Por parte de mi padre y de mi abuela Adda,  menciono con honor sus nombres pues nada sé de sus orígenes que también son míos: Rodrigo Hidalgo y Porfiria Olmos, padres de mi abuelo Fausto y, Librado Medina y Felícitas Torres, padres de mi abuela Etelvina. Los padres de mi abuela Adda, son Don Andrés Horta y Doña Adela Patrón.


La tía Aidé, hermana de mi abuela Adda, no la conocí pero fuera mencionada mucho durante mi infancia por el cuidado que hizo de mi tía Rosi y a su hermana Conchita, mi madre, cuando eran todavía niñas. Y aun más reciente todavía, la cariñosa tía Aidé, como me han contado mi mamá y mi tía que era, cuidó bien de mi hermana mayor Sandra, en sus primeros añitos, cuando mi mamá trabajaba y la dejaba en sus manos. La tía Aidé entonces debió haber fallecido al final de la década de los 70s. Un enfisema pulmonar la obligó a cerrar sus ojos por siempre a esta vida de mortales.

La abuela Angelina, cariñosa mujer, de mirada tierna y triste, rostro alargado y de alta estatura, aun para su avanzada edad. Doña Angelina es la abuela materna de mi esposo Tony. La conocí a mis 18 años edad, cuando mi entonces novio me llevó dos o tres veces a comer a su casa, ¡cómo olvidar sus deliciosos moros con cristianos! Mujer de blanca piel, acento cubano y de historias que contar, a doña Angelina la recuerdo con mucho amor y por fortuna, estuvo presente en nuestra boda en el 2006 y conoció a su bisnieta Paulina, primogénita de mi cuñada Isabel y su esposo Julián. Desprendía ternura y nostalgia constante por los hijos perdidos en vida. Doña Angelina Ortiz de Cicero, de padres españoles que vivieron en la isla de Cuba, fue profesionista en su tierra con todo y Doctorado. Don Raúl Cicero, su esposo, se la trajo a vivir a Mérida donde tuvo cuatro hijos. Los últimos años de su vida miré apagar su alma cada vez más, sobre todo por la pérdida de su hijo Raúl. Falleció en casa de mi suegra, ubicada en la simbólica colonia de Itzimná que vio crecer las raíces de su familia. Siempre la recordaré con mucho amor y cariño. Descansa en paz desde el año de 2009 que perdió la vida. Sus restos reposan en “La Casa” de la familia Cicero de Itzimná.

Don Roger Cicero Mac-Kinney, recién partió al sueño de los justos el distinguido escritor, político, periodista y poeta, tío abuelo de mi esposo Tony. Un hombre destacado en la historia política y cultural de Yucatán y México. Luchó firmemente por sus convicciones desde el partido político en el que militó (PAN) y dejó un gran legado a las letras mexicanas. El tío Roger como le llamábamos de cariño, fue el menor de 10 hijos, hermano del padre de mi suegra. Tuve el honor de platicar con él algunas veces, leer su obra y mirarlo caminar las calles de Itzimná o simplemente verlo “gustar” la tarde en su porch o regar su jardín. Don Roger acaba de cerrar los ojos, hace un par de semanas, para abrirlos en la otra vida, el pasado 17 de octubre de 2015. Su alma seguramente todavía ronda admirado y distinguiendo su nueva forma de existencia. Descansa en paz.

Don Uayito, el maestro, investigador y escritor yucateco, Eduardo José Tello Solís, odontólogo de formación, dejó marcada de sabiduría y de muchas enseñanzas mis años de vida universitaria. Como profesor de Literatura y de Historia de Yucatán, lo conocí en las aulas de la carrera de Periodismo, donde tomé sus entretenidas clases sobre los mayas y gobernantes de Yucatán, así como de literatura latinoamericana. Pero más allá de las aulas, aprendí mucho con él en su biblioteca privada donde trabajé como asistente en sus investigaciones históricas sobre personajes del mayab como Don Ignacio Magaloni y Don Carlos Duarte Moreno. Su sapiencia y confianza depositada a mi joven persona, hizo enamorarme cada vez más de las letras. Don Uayito siempre me trató con mucho cariño y respeto, y dejaba en mis manos el cuidado de su hermosa biblioteca, a la que cada vez que entraba suspiraba y aspiraba el suave olor de las hojas de los libros. Gracias por siempre Don Uayito porque por sus consejos también se condujo como un padre para mí, para guiar mi joven vida profesional a la que empujó para que obtuviera mi primer trabajo en forma en el Museo de Arte Contemporáneo de Yucatán, como coordinadora en el área de Comunicación del museo, gracias a su recomendación. Mi estimado y querido maestro, cerraste tus ojos casi cuatro años después de que yo abandonara el trabajo de asistente de tu hermosa biblioteca, un 30 de diciembre de 2003. Gracias a tu familia por permitirme una lectura en la misa de tu despedida. Abrazo con cariño a tu familia. Nunca te conté de mi bisabuelo quien como tú fuera Secretario de Educación Pública de Yucatán, en ese momento de mi vida no lo sabía.

Apreciados maestros universitarios. Como honor a la vida, también recuerdo a mis difuntos maestros de Fotografía e Historia del Arte. El primero fue “Paquito”, o el maestro “Conejo” como le decían al fotoperiodista cubano, Francisco Fernández Conejero. Lamenté mucho su muerte a causa de un accidente en su moto. Avanzado ya en edad, su figura me recordaba físicamente al genio Albert Einstein por su cabello blanco algo alborotado y su bigote. Pequeño de estatura, “Paco” me enseñó a descubrir mi lado artístico en la imagen fotográfica, pues para su clase realicé una exhibición de foto modelaje, según me aplaudió él mismo por haber logrado una buena serie fotográfica. Alguna vez, también me contó sus historias como corresponsal de guerra y su vida en Rusia, “Aliosha”, me dijo se decía mi nombre en ruso.

Otra maestra que me marcó con sus conocimientos y me impulsó más al amor a la literatura, fue la inolvidable Matilde Kalfon Cohen. ¡Qué gritos pegaba a quien no atendiera bien a su clase y con qué histrionismo nos hablaba de historia del arte! Gracias Matilde porque con tus clases descubrí y me hiciste reafirmar mucho de lo que hoy amo. Partiste de esta tierra dejando miles de semillas de amor al arte en todos quienes fuimos tus alumnos.

A todos ellos he dedicado estas palabras de gratitud y memoria. Olvidar a nuestros difuntos sería olvidarnos a nosotros mismos, unos porque son nuestros orígenes y les debemos la semilla de la vida  y para aquellos, que no fueron familia, simplemente su existencia dejó huella importante para seguir la nuestra. Donde quiera que estén, ¡gracias por haber compartido una parte de sus vidas conmigo!