RECORDANDO A MIS MUERTOS
Sus vidas en la mía
Todavía veo bien su figura. Pequeño de estatura y de piel de
color como la tierra húmeda rojiza y oscura a la vez. Mi abuelo Fausto Hidalgo Medina, con su suéter
gris, cortando y regando las flores de su patio casi aéreo, en su “penthouse”,
como le llamaban de broma sus nietos, mis primos y mis tíos, al pequeño y bien
acomodado cuarto en el tercer piso donde habitó sus últimos años de vida al
lado de su siempre esposa Etelvina o “Mina”, como le escuché nombrar varias veces
a mi abuelita paterna. Al “Osito”, como cariñosamente se le llamó también al
abuelo, lo recuerdo con sus historias de mi padre y el primer “coche” que le
compró cuando aún era estudiante de medicina:
“-Mira, te compré tu coche- le dije a tu papá mientras le
daba uno pequeño y de juguete que cabía en mis manos”.
Recuerdo claramente su voz pausada, cansada y entonada,
entre mediana y grave.
Mi abuelo Fausto, platero y herrero, experto en su oficio
durante sus años de juventud y adultez, lo vi pocas veces en mi vida, debido a
la distancia entre Chetumal y la ciudad de México, entre Mérida y la ciudad de
México y a veces la ciudad de Querétaro. Nunca olvidaré sus historias, que
aunque repetitivas, oía una y otra vez de pequeña y luego de joven adulta, para
reafirmar parte de mis orígenes. Falleció en la cosmopolita y natal su ciudad
de México, el 30 de julio de 2007. Gracias abuelo por procurar mi existencia.
Raúl Jesús Aguilar
Lara, decía impreso hasta hace pocos años los estados de cuenta de la
pensión que dejó a mi abuela Adda, su esposa. Su retrato, de joven guapo, con
un delineado bigote, sonriendo junto al rostro de una hermosa joven Adda
veinteañera, siempre tomó un lugar de honor en la casa de Reforma, en la ciudad
de Mérida, Yucatán. Parecían en esa foto los dos, artistas de la clamada época
de oro del cine mexicano: de Arturo de Córdova, Pedro Infante, Marga López o
María Felix; así Adda y Raúl posan en ese retrato en blanco y negro con las miradas
pícaras, felices con la vista puesta en el futuro. Sus cabezas chocando
tiernamente una a la otra.
Así conocí a mi abuelo materno, mediante fotos. Cuando nací,
hacía cinco años que había volado su alma fuera de este mundo. Contador de
profesión, mi abuelo Raúl según cuenta su esposa fue un hombre muy cariñoso,
juguetón y muy honesto. Una embolia a sus 54 años de edad le arrebató el
aliento, un 18 de octubre. Pero ahí seguirá siempre su foto en mi memoria y mi
corazón.
“Ale, aléjate de mí”, me gritaba en tono serio que se
tornaba en seguida en risa y jugueteo. Así me saludaba mi tía Abigaíl. Fue la figura más cercana a mi
abuelo paterno que conocí en mi infancia. La tía y religiosa Abigaíl Aguilar Lara
fue madre superiora del prestigiado Colegio Lestonac de la ciudad de México y
antes había vivido con su Congregación en Cuba, Venezuela y Madrid. De esta
última ciudad nos enseñaba y traía objetos para los sobri-nietos que acudíamos
a casa de mi abuela Mamá Adda en la Av. Reforma, como una vez trajo unas
muñecas flamencas y unas castañuelas. A mi tía Abigaíl dejé de verla en mi
adolescencia, la operación de un tumor en el cerebro la alejó de sus recuerdos
y nunca volvió a reconocernos. Murió en un año no muy lejano de la primera
década del 2010. Debo recurrir a mi abuela Adda para rescatar sus datos exactos
de fallecimiento; sus restos yacen lejos de su Mérida natal, en la ciudad de
México, cerca de sus hermanas religiosas.
Rosario Horta Patrón,
una de mis tías favoritas que en vida disfruté. La tía Charo o Charito, era
baja de estatura y en su último año de vida, disminuyó un poco más su altura, pero
no mucho para sus 103 años. Cerró sus ojos el 11 de noviembre de 2010, el mismo
año que nació mi primera sobrina, Daniella, primogénita de mi hermana mayor
Sandra. Charito, mujer soltera, es inolvidable para todos sus sobrinietos, la
mujer de pequeña figura pero de intachable y recia salud, con su pelo blanco
como la nieve, su menudo cuerpo iba y venía al patio de la casa de mi abuela, su
hermana menor, donde vivió sus últimos años de vida, más de 20. Al patio iba a
lavar su propia ropa y luego a tenderla. Tía Charito, muy nerviosa y
“cuidadosa” de que no se cayera esto y lo otro, de que no se “negociara” la
comida, de que por favor acudas los domingos a misa, de que Paty no gritara tan
fuerte, de que la gatita Kika tuviera comida en su plato….jajajaja. Solo de
recordarla, con mucho cariño se me viene al rostro una sonrisa. Tuve la fortuna
de cuidarla en sus últimos días, aun ya cansada por sus más de 100 años encima,
Charito nunca perdió la cordura. Un ejemplo de alma fuerte. Mi tía Charito
murió de un fallo general en su pequeño cuerpo, después de haber sobrevido par
de meses a una operación de cadera que la acercó al final de su vida. Descansa
en paz linda tía de cabello siempre blanco y ojos claros.
Una mañana sabatina o de domingo en la ciudad de Chetumal,
no recuerdo con exactitud el día, pero sí el rostro asustado de mi madre de
haber soñado que su abuela paterna había muerto. Y su sueño se cumplió, mamá Concha cerró sus ojos a la vida en
la década de los 80s. A doña María Concepción Lara Echazarreta la recuerdo
vagamente en los archivos de mi memoria, con las imágenes algo borrosas, la veo
sentada en su siempre sillón mecedor de madera con un rostro serio y escasos
cabellos blancos. -Ahí está la Chichí-, me decía mi todavía joven abuela a una
niña que todavía ni alcanzaba su primera década de existencia. ¿De qué y cuándo
murió mamá Concha? Todavía debo averiguarlo. Al día de hoy solo he escuchado
que fuera una mujer de carácter fuerte y dura, mi única bisabuela que apenas
conocí, madre de mi abuelo paterno, suegra de doña Adda.
LOS BISABUELOS. Por
el honor de recordarlos, solo mencionaré el nombre de la mayoría de ellos, ya
que en vida solo imágenes borrosas tengo de la única bisabuela que conocí, que
fue doña Conchita de quien ya
comenté; su esposo, mi bisabuelo "Papá Polo",
fue el Prof. Leopoldo Aguilar Roca, distinguido
educador originario de Campeche que fuera director de Educación Pública del
Estado de Yucatán en 1955, actualmente dos escuelas yucatecas llevan su nombre.
Ambos padres de mi abuelo Raúl.
Por parte de mi padre y de mi abuela Adda, menciono con honor sus nombres pues
nada sé de sus orígenes que también son míos: Rodrigo Hidalgo y Porfiria Olmos, padres de mi abuelo Fausto y, Librado Medina y Felícitas Torres,
padres de mi abuela Etelvina. Los padres de mi abuela Adda, son Don Andrés Horta y Doña Adela Patrón.
La tía Aidé, hermana
de mi abuela Adda, no la conocí pero fuera mencionada mucho durante mi infancia
por el cuidado que hizo de mi tía Rosi y a su hermana Conchita, mi madre,
cuando eran todavía niñas. Y aun más reciente todavía, la cariñosa tía Aidé,
como me han contado mi mamá y mi tía que era, cuidó bien de mi hermana mayor
Sandra, en sus primeros añitos, cuando mi mamá trabajaba y la dejaba en sus
manos. La tía Aidé entonces debió haber fallecido al final de la década de los
70s. Un enfisema pulmonar la obligó a cerrar sus ojos por siempre a esta vida
de mortales.
La abuela Angelina,
cariñosa mujer, de mirada tierna y triste, rostro alargado y de alta estatura,
aun para su avanzada edad. Doña Angelina es la abuela materna de mi esposo
Tony. La conocí a mis 18 años edad, cuando mi entonces novio me llevó dos o tres
veces a comer a su casa, ¡cómo olvidar sus deliciosos moros con cristianos! Mujer
de blanca piel, acento cubano y de historias que contar, a doña Angelina la
recuerdo con mucho amor y por fortuna, estuvo presente en nuestra boda en el
2006 y conoció a su bisnieta Paulina, primogénita de mi cuñada Isabel y su
esposo Julián. Desprendía ternura y nostalgia constante por los hijos perdidos
en vida. Doña Angelina Ortiz de Cicero, de padres españoles que vivieron en la
isla de Cuba, fue profesionista en su tierra con todo y Doctorado. Don Raúl
Cicero, su esposo, se la trajo a vivir a Mérida donde tuvo cuatro hijos. Los
últimos años de su vida miré apagar su alma cada vez más, sobre todo por la
pérdida de su hijo Raúl. Falleció en casa de mi suegra, ubicada en la simbólica
colonia de Itzimná que vio crecer las raíces de su familia. Siempre la
recordaré con mucho amor y cariño. Descansa en paz desde el año de 2009 que
perdió la vida. Sus restos reposan en “La Casa” de la familia Cicero de
Itzimná.
Don Roger Cicero Mac-Kinney, recién partió al sueño de los justos
el distinguido escritor, político, periodista y poeta, tío abuelo de mi esposo
Tony. Un hombre destacado en la historia política y cultural de Yucatán y
México. Luchó firmemente por sus convicciones desde el partido político en el
que militó (PAN) y dejó un gran legado a las letras mexicanas. El tío Roger
como le llamábamos de cariño, fue el menor de 10 hijos, hermano del padre de mi
suegra. Tuve el honor de platicar con él algunas veces, leer su obra y mirarlo
caminar las calles de Itzimná o simplemente verlo “gustar” la tarde en su porch
o regar su jardín. Don Roger acaba de cerrar los ojos, hace un par de semanas,
para abrirlos en la otra vida, el pasado 17 de octubre de 2015. Su alma
seguramente todavía ronda admirado y distinguiendo su nueva forma de
existencia. Descansa en paz.
Don Uayito, el maestro, investigador y escritor yucateco, Eduardo José
Tello Solís, odontólogo de formación, dejó marcada de sabiduría y de muchas
enseñanzas mis años de vida universitaria. Como profesor de Literatura y de
Historia de Yucatán, lo conocí en las aulas de la carrera de Periodismo, donde
tomé sus entretenidas clases sobre los mayas y gobernantes de Yucatán, así como
de literatura latinoamericana. Pero más allá de las aulas, aprendí mucho con él
en su biblioteca privada donde trabajé como asistente en sus investigaciones
históricas sobre personajes del mayab como Don Ignacio Magaloni y Don Carlos
Duarte Moreno. Su sapiencia y confianza depositada a mi joven persona, hizo
enamorarme cada vez más de las letras. Don Uayito siempre me trató con mucho
cariño y respeto, y dejaba en mis manos el cuidado de su hermosa biblioteca, a
la que cada vez que entraba suspiraba y aspiraba el suave olor de las hojas de
los libros. Gracias por siempre Don Uayito porque por sus consejos también se
condujo como un padre para mí, para guiar mi joven vida profesional a la que
empujó para que obtuviera mi primer trabajo en forma en el Museo de Arte
Contemporáneo de Yucatán, como coordinadora en el área de Comunicación del
museo, gracias a su recomendación. Mi estimado y querido maestro, cerraste tus
ojos casi cuatro años después de que yo abandonara el trabajo de asistente de
tu hermosa biblioteca, un 30 de diciembre de 2003. Gracias a tu familia por
permitirme una lectura en la misa de tu despedida. Abrazo con cariño a tu familia.
Nunca te conté de mi bisabuelo quien como tú fuera Secretario de Educación
Pública de Yucatán, en ese momento de mi vida no lo sabía.
Apreciados maestros universitarios. Como honor a la vida, también
recuerdo a mis difuntos maestros de Fotografía e Historia del Arte. El primero
fue “Paquito”, o el maestro “Conejo” como le decían al fotoperiodista cubano, Francisco Fernández Conejero. Lamenté
mucho su muerte a causa de un accidente en su moto. Avanzado ya en edad, su figura
me recordaba físicamente al genio Albert Einstein por su cabello blanco algo
alborotado y su bigote. Pequeño de estatura, “Paco” me enseñó a descubrir mi
lado artístico en la imagen fotográfica, pues para su clase realicé una exhibición
de foto modelaje, según me aplaudió él mismo por haber logrado una buena serie
fotográfica. Alguna vez, también me contó sus historias como corresponsal de
guerra y su vida en Rusia, “Aliosha”, me dijo se decía mi nombre en ruso.
Otra maestra que me marcó con sus
conocimientos y me impulsó más al amor a la literatura, fue la inolvidable
Matilde Kalfon Cohen. ¡Qué gritos pegaba a quien no atendiera bien a su clase y
con qué histrionismo nos hablaba de historia del arte! Gracias Matilde porque
con tus clases descubrí y me hiciste reafirmar mucho de lo que hoy amo.
Partiste de esta tierra dejando miles de semillas de amor al arte en todos
quienes fuimos tus alumnos.
A todos ellos he dedicado estas
palabras de gratitud y memoria. Olvidar a nuestros difuntos sería olvidarnos a
nosotros mismos, unos porque son nuestros orígenes y les debemos la semilla de
la vida y para aquellos, que no
fueron familia, simplemente su existencia dejó huella importante para seguir la nuestra. Donde quiera que estén, ¡gracias por haber compartido una parte de sus vidas conmigo!