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sábado, 19 de noviembre de 2011

Trago dulce, amargo.

Sobre el desierto de un día interminable un fantasma camina desnudo, etéreo. Deja huellas sobre la arena, pisadas borradas una y otra vez por un viento que lo persigue a cada movimiento. El fantasma llora mojando la tierra y cada gota, no de agua sino de extraña sustancia líquida propia de su incorpóreo ser, da de beber a insectos que al tragar el líquido se ponen a lagrimar, creando ríos en las profundidades de la madre tierra. Gusanos, arañas y serpientes lagriman apagando la sed de plantas cansadas de sobrevivir con pequeñas porciones de agua acumuladas para emergencias. El fantasma sin darse cuenta de la vida que dejaba atrás de sí con cada gota de su llanto, continuaba su rumbo indefinido. Desapareció el desierto a sus espaldas y el viento lo llevó lejos, lejos a una ciudad caliente.

Todo era smog, ruido y amontonamiento. Su diáfano ser tomaba forma de un escape de humo que salía de una caja rodante con cientos de caritas a sus costados. Nadie lo veía, él sí se miraba en forma de nubes grises. Pero el viento no le permitía vida propia, lo jalaba a su manera y lo metió a una coladera urbana. Viajó el triste fantasma por ella hasta aparecer frente a un espejo, donde sólo miraba rostros humanos femeninos pintarse los labios, lavarse las manos y siguió a una de ellas hasta perderla. El viento descansó entre los árboles y el fantasma aprovechó crear su propio camino. Llegó a un lugar silencioso, lleno de enmascarados vientos fríos, superficiales, sin vida. En ese espacio vacío de sonido aprovechó flotar sobre manos humanas que se movían, sobre bocas que en bajito hablaban. Se posó el fantasma en el alma de una planta que adornaba a eso que se llama oficina pero la quietud acabó con una carcajada. Explosión de teclados de computadoras escribiendo, la radio en volumen fuerte, pasos subiendo y bajando escaleras. Ring, rings por todas partes. Cantos de cumpleaños y bocas mordiendo y tragando; un vaso llenándose de líquido. El silencio estaba muerto, el fantasma intranquilo, empezaba a llorar de nuevo, estaba asustado porque con tanto ruido no podría platicar con ningún humano. El líquido de sus invisibles ojos cayó sobre la planta donde flotaba. El tallo de cada hoja comenzó a crecer y a crecer. La gente de aquel espacio que por un momento fuera tranquilo gritaba primero sorprendido y luego de horror ante el espectáculo de ramas que se agigantaban. La planta triplicó su tamaño y destruyó paredes, atravesó cuerpos humanos. Abrió el techo de aquella oficina humana y dejó caer sobre el pavimento urbano tremendos tallos que al sol se convertían en troncos. Las cajas rodantes que despedían humo por detrás se volcaron unas sobre otras. Llantas rodaron, las caritas felices o indiferentes que adornaban esas cajas se transformaron en rostros de auxilio, de desesperación, de muerte. Nadie podía detener el crecimiento de ese ser vivo, antes indefenso. El fantasma seguía llorando por lo que la planta no cesaba en su agrandamiento. Sirenas rojas sonaron por doquier pero todo iba quedando verde, poblado de plantas, ramas y tallos que a pequeña luz del sol seguían convirtiéndose en duros troncos. Mientras tanto, el fantasma seguía derramando gotas de sus invisibles ojos y lloró y lloró por 100 años. El tiempo pasó sin avisarle de cada aniversario, hasta que cansado de lagrimar vió a su alrededor que todo era silencio. Sólo habían troncos viejos, otros secos, otros convertidos en polvo, polillas sin vida. El fantasma pensó que el viento se lo había llevado otra vez sin darse cuenta a un nuevo espacio. Pero esta vez no había sido así, seguía en el mismo lugar desde hacía cien años. Nunca se dio cuenta. Al encontrarse sólo de nuevo volvió a llorar y empezó a flotar. El viento se dio cuenta de su movimiento y lo empujó lejos, lejos, muy lejos lo aventó con fuerza y con violencia. En un grito sordo de miedo y de tremenda tristeza, el fantasma se tragó su llanto. Entonces su ser comenzó a tomar solidez, sus manos copiaron a las de un ser humano. Seguía flotando en el cielo al que lo había aventado el viento. Pero al ritmo de que se convertía en un ser con forma y masa empezaba a pesar y dejaba de flotar. Él no se daba cuenta de que caía al centro de la tierra por este nuevo peso, sólo pintaba en su ahora rostro unos labios que sonreían, sorprendidos de su transformación olvidando las ventajas de haber sido completamente etéreo e intocable. Ahora se convertía en todo lo contrario y viajaba rápido al centro de la tierra, al suelo. Su caída se hacía cada vez más fuerte y cuando todo su cuerpo había imitado por completo al de un ser humano, la masa de su ser se aporreó en tremendas rocas de montaña. Estalló como globo lleno de agua y las piezas de su ser se esparcieron por todos lados. Desapareció.

Alexa Goladih

Derechos reservados

Escrito en agosto de 2003

Publicado por primera vez: 19 nov 2011

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